NOTA: Uno de nuestros miembros, Eusebio Martín Mahler, ha escrito esta reflexión en torno a la polémica del cáliz de León y el Santo Grial. El artículo mismo ha sido objeto de polémica entre otros de los miembros de la Academia, así que no podemos responsabilizarlos de las opiniones aquí vertidas.
Hay reliquias cuyo poder reside más en el deseo de encontrarlas que en su misma posesión. Gran ejemplo de esto lo podemos ver en el Santo Grial, del que últimamente se está hablando mucho.
¿Es el que está en León, ese cáliz que en tanta estima tenía Doña Urraca, o aquel que el Papa en persona entregó a San Lorenzo y que hoy vemos en la Catedral de Valencia? No hay manera de saberlo. Ojalá la Academia tuviese pruebas que abalasen o refutasen la autenticidad de todos los cálices que en España dicen ser aquel que recogió la última sangre de Nuestro Señor, pero lamentablemente es una tarea en la que esta insigne organización ha fracasado intento tras intento.
Los más antiguos compañeros ya hablaban de expediciones sufragadas más mal que bien allá por las postrimerías del siglo XIX pues recordemos que, digan lo que digan, la afición por el Grial entre círculos intelectuales vino a través de Wagner y su Parzifal. En tiempos de los Austrias y los primeros Borbones, que nosotros sepamos, no había tal fiebre por descubrir cuál era el verdadero. De hecho, resulta extraño que un ávido coleccionista de reliquias como Felipe II no se obsesionase con tener la tan sagrada pieza en las vitrinas de El Escorial. Una vez reté a alguien que me dijera si me equivocaba y todavía no he recibido respuesta.
Para mí hay dos cosas claras: la primera es que la primera mención al Grial la hizo Chrétien de Troyes hacia el año 1181; y la segunda es que en ningún momento La Biblia cita el Grial. Alguno de los lectores probablemente ya estén juntado los labios para mencionar los Evangelios; pero repito lo que ya dije desde mi sillón hace años: una cosa es que se mencione el cáliz que Jesucristo usó durante la última cena y otra muy distinta que se mencionase a José de Arimatea recogiendo la sangre del Mesías. Sí que se menciona a José como propietario del Sepulcro, pero eso de que recogió la Sangre Real en el mismo cáliz usado durante la Última Cena, que yo sepa, es un invento del Medievo. El ávido investigador sí debería tratar de encontrar el camino a otras reliquias que sí se citan en los Evangelios. Punto.
No voy a aburrir al lector con lo que ya puede leer en mis informes escritos durante décadas. Sólo voy a hacer mención –espero que por última vez- de las vicisitudes que algunos sufrimos por culpa de aquellos que sí pensaron que el Santo Grial podía conseguirse y ser expuesto.
Ya sabrán ustedes –y si no es que no saben leer- que mi terreno es el de las leyendas celtas, germanas, escandinavas y toda esa pesca; y que soy de aquellos que piensan que todo este asunto es una reminiscencia de aquellos calderos legendarios que en Europa Central se contaban podían revivir a un guerrero… ¡si se le hervía dentro! (Como yo tengo la desgracia de no haber escrito un libro les recomiendo la obra de mi colega Andrew Sinclair).
Traté de explicar cientos de veces esto a mis colegas… pero como quien oye llover. Allá por los años 50 del siglo XX me carteaba a menudo con el especialista argentino don Joaquín Millaures tratando de convencerle de lo fútil de su intentona. El buen doctor había organizado una expedición con ayuda de la RAR siguiendo una pista templaria. Sé que su periplo se malogró en Petra y que un superviviente mandó el diario del doctor y su correspondencia a una universidad de California, cuya cátedra parecía más interesada por aquella fantasía. Seguramente aquellos documentos durmieron el sueño de los justos hasta que algún guionista mal pagado de Hollywood encontró el papeleo y sobre él escribió el libreto de aquella película cuya proyección en un cine de Madrid, bien sabe mi mujer, obligué a que pararan a base de gritos al proyeccionista.
También traté de advertir a mi buen amigo José Araujo que su manía de convertir a Jesucristo y María Magdalena en papá y mamá debido al escrito de aquel monje cateto que entendió “Sang Real” (sangre real) por “Saint Graal” (Santo Grial) era explorar terreno baldío. Para mi indignación es una de las teorías más en boga actualmente como bien pude comprobar cuando mi nieta me llevó a ver “El Código Da Vinci”. Menos mal que ya no existe la figura del acomodador, que si no se hubiese llevado dos tortas. Por cierto, de todos es sabido que, en un rapto místico, el pobre José partió por su cuenta a la búsqueda de Shangri-La y no se ha vuelto a saber nada de él. Me decepciona que ese aventurero prusiano al que le pagamos la expedición no haya sido capaz de encontrar a mi viejo amigo.
Iba a obviar la aventura Villaure-Quintanilla pero… bueno… sí… voy a obviarla. Más que nada porque me parece del todo un despropósito intentar demostrar que Don Quijote fue en realidad un caballero de una antigua y desconocida orden cuyo afán era encontrar el Grial por tierras manchegas. Si el lector no ha oído hablar de esta teoría le diré que esto no es lo más delirante de la teoría de Villaure, sí lo es afirmar que Cervantes era un cronista que tergiversó las andanzas del tardío caballero del Grial para hacerle parecer un loco.
En fin… no aburriré más al lector. Sólo quiero decirle que ante todos esos asuntos busque en las fuentes, se informe y saque sus conclusiones. Quizá al final llegue a la misma conclusión que yo: que uno de los relatos más veraces sobre la búsqueda del Grial sea Los caballeros de la mesa cuadrada.