El mochilero Munchausen se enfrenta a una amenaza

En el Himalaya uno se siente humano en su más desconectada versión: sin teléfono, sin internet, sin conexión posible y, a menudo a solas con uno mismo, uno es consciente de sus limitaciones. Y si añadimos, además, el hecho de estar rodeado por las estructuras más gigantescas del mundo es normal sentir una especie de agobio en el pecho. Aunque, dada mi anterior aventura, quizá el día en el que sentí eso me metí en otro río de agua pura sin saberlo.

Las cumbres nevadas se sucedían, los poblados pequeños, modestos pero agradables me acogían… todo era tan perfecto que a menudo me dejaba llevar por ese tópico que me pedía admirar y envidiar a esa gente sencilla. Sin embargo, sí que tienen problemas… y algunos de ellos nos harían envidiar de nuevo nuestra ajetreada y técnica forma de vida.

Sus habitantes me dijeron que no citara el nombre de aquel poblado, así que uno, criado en la obligación y el deber prusianos sólo mencionará la amenaza de los diablos ladrones de ganado que asolaban a estas gentes.

Como occidental tontorrón pregunté si era cosa del yeti. A lo que me contestaron indignados.

-¿Cómo va a ser el yeti? ¡Él nos protegía! Fue la gente, con su afán de descubrirlo quien le echó. Le atosigaron, se fue a otras cumbres y ahora nos ha dejado solos.

Realmente aquella gente parecía preocupada y superada por el hecho. No me quedó otra que disculparme por mi metedura de pata y ofrecerme para prestarles ayuda en lo que fuera posible. No me dio tiempo a arrepentirme pues, a los tres segundos uno de los habitantes del pueblo me puso un pesado kukri (un cuchillo parecido a una falcata) en la mano y me “invitaron” a hacer guardia con ellos por la noche.

Kukri del Himalaya
Kukri

No puedo recordar en qué consistió la cena. Sólo me acuerdo de un tenso silencio y de que no sabía qué demonios hacer con el dichoso cuchillo. Finalmente, apagamos los fuegos y las luces y, en silencio, nos dirigimos a uno de los corrales en los que pasaban la noche unas cabras.

Al poco tiempo vimos lo que parecían unas llamas de color azul. Nadie supo decirme dónde aparecieron, pero estaban ahí, danzando en el aire, más latiendo que titilando. Una de ellas se acercó a una cabra y fue tomando forma. La de un ser de color negro rojizo, con ojos desorbitados y unos colmillos tan grandes y tan blancos que resplandecían, al igual que sus uñas… o más bien garras.

Rodeó a la cabra dando unos saltitos burlones hasta ponerse a la altura de su cuello, levantó la mano extendió una de sus largas uñas y apuntó al cuello del animal.

Con el rabillo de los ojos vi un destello. La criatura se desvaneció con una especie de “¡Plop!” dejando un humillo rojizo. Alguno de mis compañeros había lanzado su kukri a aquella bestia.

Al segundo las otras luces adquirieron esa forma de demonio. Mis compañeros se lanzaron a la carga… comenzaron el ataque, pero con cada corte que daban los demonios se desvanecían haciendo “¡Plop!” y volvían a tomar forma como si nada hubiera pasado.

… y yo me quedé mirando el cuchillo. No sabía qué hacer. Aquello me superaba. Pero entonces me acordé de los monjes del país de los Ek say, aquellos monjes que habían resistido invasiones sin hacer absolutamente nada. Así que entre aquella vorágine me puse en posición del loto y empecé a meditar, cosa muy difícil cuando escuchas balidos, gruñidos sobrenaturales y alaridos.

Algo así era lo que Encontré
Algo así fue lo encontré

No sé si todo se quedó en silencio o fui yo el que dejó de oír meditación mediante. Ese silencio quedó roto por un ruido de ligeras pisadas, como si alguien danzara a mi alrededor acercándose cada vez más. Noté en mi muñeca el roce de las largas uñas de un pie y algo que no sé explicar me hizo mover rápidamente la muñeca, blandiendo el cuchillo.

Un grito inhumano me “despertó” de la meditación. El demonio saltaba a la pata coja y me miraba con los ojos inyectados en sangre. A mi lado estaba el pie de aquella criatura, cercenado. Tomé la extremidad, me levanté y se la enseñé a la bestia, que se convertía en humo azulado, como el de un cigarrillo.

A mi alrededor yacían algunos de mis compañeros, otros seguían blandiendo sus kukris en el aire, sin percatarse de que todos los demonios habían desaparecido. Alcé el pie mutilado del ser… y todo paró.

Hicimos guardia, pero ningún ser extraño se presentó aquella noche. Ni a la noche siguiente. A la tercera noche alguien decidió curtir el pie y dejarlo clavado en una estaca, a la entrada del pueblo.

Esas jornadas que allí pasé me dieron para reflexionar. ¿Qué había pasado? Consulté a los más sabios del pueblo. Me decían que había sabido encontrar el punto más débil del mal sólo con ejercer la calma, sólo con desprenderme de todos mis temores (¡como si fuera fácil!).  Mi teoría es otra: aquel demonio sólo se acercó con curiosidad a ver un ser extraño que se comportaba de manera aún más extraña y se descuidó, se distrajo y por un momento olvidó que para no sufrir daño debía dejar de ser corpóreo.

Cuando me fui de aquel pueblo no miré para atrás y apreté contra el muslo la hoja del cuchillo que acabaron regalando. Por supuesto no tendré problema en mostrar a quien ponga en duda mi relato. Otra cosa es que dé indicaciones para encontrar aquel poblado. Quizá en este momento, mientras escribo esto, ha dejado de existir.

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